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Era una mujer de 42 años y regentaba una tienda de ropa en el centro. Una de esas boutiques pijas, donde todo es carísimo y sólo entran mironas y desocupadas con marido poderoso.
Me había presentado por un anuncio, en el que ofrecían trabajo como dependiente. Y tuve suerte. O le caí bien.
En realidad, lo que quería –según me explicó- era “un chico para todo”.
Lo que son las cosas. Terminé en el “para todo” y antes de lo que imaginaba.
Era una tipa trigueña, maciza, de esas que cuidan mucho la dieta, se hartan de gimnasio, juegan al paddel y gastan perfumes caros. De las que tienen la piel suave, tetas gordas, labios de chupona y mucho vicio.
Soy un chico de 24 años y se que tengo un puntillo resultón. Un poco macarrilla para las pijas, porque además me rapo el pelo, pero de los que les gustan a las camareras de bar de carretera. Estoy en forma y aunque no podría decir que soy un tipo con clase, si me tengo por estiloso.
Al principio, la dueña me trataba como un pingajo: “saca esa caja, lleva esto, trae aquello, atiende a la señora…”.
Pero poco a poco fuimos haciendo migas. Sobre todo cuando llegó julio y no entraba en la tienda ni el Tato. Las horas eran eternas, sólo estábamos ella y yo. Y a falta de televisión o de amigas de club, me daba palique.
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