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Entro a su cuarto de hotel. El reservó una doble para que yo entre cuando quiera, esos putos hoteles que no dan acceso libre. Le va a salir más caro, pienso. Me gusta esto de estar con él encerrada en un cubo de cemento en el que una ventana es el único escape a la realidad, me gusta estar en un pequeño cuarto de un hotel perdido en algún lugar de Buenos Aires. Un cuarto simple, limpio, un cuarto con una cama matrimonial. Él pagó una doble para que entre cuando quiera. Desde que llegó su piel me gusta, la imagen que se construyó virtualmente por meses ahora tiene huesos, músculos, ojos, pelo, dientes, tiene olor propio, sonrisa particular, se le ha puesto alma de pronto, respira, habla, acaricia, da tiernos abrazos, y me mira. Me caes bien, me dice. Él me gusta, pienso cuando lo miro en el taxi en el que volvemos del aeropuerto, él me gusta y me toma de la mano y puedo sentirlo. Puedo sentirlo. Ya sé que voy a querer coger con él. Eso ya lo sé cuando me toma la mano. Y me hace bien saber que sigo sintiendo, que nada del pasado bloqueó esa puerta que se abre cuando él me toca. Esa área que empieza a revivir como un muñeco de plástico, un muñeco de esos que parece muerto, doblado en pedazos, aplastado, que necesita del aire caliente que sale de una boca para empezar a crecer, a dejar los pliegues para cobrar la forma que le dará un nombre. Mi deseo se va inflando a través de su boca, cada bocanada lo eleva un poco más. Me besa, lo beso. Un beso tibio precede a uno más intenso, y éste a uno apasionado, bocas abiertas, lenguas que juegan, ojos cerrados. Ya nada está en calma, mi corazón se acelera, qué es la pasión si no una visita a los infiernos. Todo se quema, todo se agita, todo pierde tiempo, espacio, la vida tiembla enloquecida y se pierde en cada segundo.
El deseo se anida ahí debajo, jugueteando entre mis labios húmedos, pidiendo ser saciado, quiero decirle que me coja, pero mejor esperar que él me lo diga, pero él me besa, se aprieta contra mí y no dice nada. Sólo emite un gemido de animal en celo, de hombre que goza un preludio de sexo, la antesala de lo que no llega. Y yo me muero porque me baje la bombacha, y se agache a buscar mi más íntimo secreto, porque hunda su cara entre mis piernas, quiero que me tire sobre la cama y me penetre. El deseo empieza desde abajo, pero se expande, y crece y crece y se funde en el techo, sobre el cortinado bordó con ocre, sobre la mesa de madera oscura, en el sillón algo gastado, he inundado la habitación de un cuarto de hotel perdido en algún lugar de Buenos Aires con mi lujuria evaporada. Él habla de deseos que se pierden entre sentimientos confusos, o de confusos deseos y sentimientos, o de sentimientos que se confunden en deseos, no puedo pensar cuando el deseo se suicida entre mis piernas, y yo grito por dentro porque sólo sé que lo salvará de una muerte impropia, que las abra, que deje la razón, que traspase el espejo, que se olvidé de todo en mí, y que empiece a volar sin alas en este cuarto de hotel perdido en algún lugar de Buenos Aires.